domingo, 16 de marzo de 2014

Qué malo es hacerse mayor

Y qué de gente quiere pegarme por quejarme del paso del tiempo con veinte primaveras a mis espaldas, pero es indiscutible el irrefrenable proceso de cambios que han estado redecorando mi cerebro con el paso de los años. Como todo cambio, no es algo que se note día tras día, ni mucho menos, sino que te despiertas una mañana con más ojeras, más pelo y menos espinillas y con un recién adquirido gusto por todos esos sabores que siempre aborreciste. Ahora, que no falte un vinito por la noche, el cafetito después de comer, ni un par de cervecitas con el aperitivo. 

Te cambia la forma de vestir, de peinarte, incluso de caminar. Desfilas con más gracia y confianza por las pasarelas de Fuencarral y Malasaña. Dejas un poco más de lado esos garitos llenos hasta los topes en busca de cafés alternativos con gafapastas interesantes y libros de autor. Pero al final, mucho indie y pocas nueces. 

La gotita que colma el vaso llega cuando, de paseíto por el retiro, te dedicas a criticar a todo grupo de adolescentes (osea sé, todos los que tienen menos de veinte años, porque tú, con 20 o 21, ya no eres ni adulto ni adolescente, sino un ser incomprendido castigado por los roles arbitrariamente repartidos por la sociedad). Ahí si que te sientes viejo, que no mayor, y tu único consuelo es mezclarte entre los gafapastas de Malasaña pensando que aún te quedan 9 o 10 añitos para pedirte un orujo de hierbas después de comer.

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