domingo, 6 de octubre de 2013

En el medio de ninguna parte

Las luces de la ciudad se alejaban de mí lo más rápido que podían, convirtiéndose en destellos intermitentes, cientos de estrellas fugaces lanzándose al vacío a medida que pisaba el acelerador. Ya no podía empujar más el pedal y yo quería correr más, más rápido que el sonido de sus palabras. Resonaban en mi cabeza sin cesar, atravesando mis tímpanos hasta lo más profundo de mi cerebro, que no podía parar de llorar. Las líneas de la carretera se iban difuminando lentamente, volviéndose cada vez más borrosas, más lejanas. El aire quería entrar por las ventanillas y llegar a mis pulmones para darme un respiro, pero sólo conseguía enredar mi cabello, mientras un zumbido constante bailaba en mis sienes para recordarme todo lo que había hecho mal. Dejaba atrás una casa tras otra y, con ellas, cientos de historias que jamás protagonizaría. Sin darme cuenta, el Jeep fue perdiendo velocidad poco a poco, como esa luz que se había apagado en mi interior. Me enjugué las lágrimas y le cedí un espacio al aire que se agolpaba dentro del coche, para que ocupara el hueco desamueblado en mi pecho. Inspira, espira, inspira, espira, me repetía mentalmente a mí misma, tratando de hablar más alto que él, pero su voz aterciopelada no se cansaba de repetirme que yo era una mujer maravillosa y que no le merecía. Mi corazón sólo gritaba disparates, palabras atropelladas, vomitadas, desesperadas, que ni él ni yo éramos capaces de digerir. Se fue, se esfumó de mi vida. Jugó como las olas del mar con la playa y me dejó la boca llena de arena, llorando sal y ahogando gritos bajo el agua.

Un destello de lucidez iluminó mis ojos vidriosos durante unos segundos, para darme cuenta de que me había parado por completo en el arcén. Me bajé del coche de un salto y me detuve en la oscuridad bañada por la tenue luz ocre de las farolas. El aire enfurecido que atravesaba el Jeep hacía escasos minutos se transformó en una suave brisa que acompañaba el vaivén del mar bajo mis pies. El puente se me antojó un lugar tranquilo, seguro. El vals de las olas tenía un efecto calmante sobre mí, como sus caricias por las mañanas; Sus recuerdos volvían paso a paso sobre mí, abrazándome en la oscuridad. Me quedé ahí parada, con los pies clavados en el asfalto, susurrando palabras que nunca más escucharía. Me había olvidado del dolor, pero a medida que la noche se cernía sobre mí, su ausencia escocía más. Las mariposas se habían largado, dejando a sus larvas arrastrándose por mi estómago. Los pinchazos se intensificaron, provocándome arcadas cada vez más profundas. Me sentía desgarrada, agotada, malherida. Sólo quería volver a recuperar esa paz que parecía reinar en la noche, protegida por la brisa y la espuma de las olas. Di un paso hacia la barandilla de hierro y me agarré a ella con todas mis fuerzas. Bajo mis pies, el agua parecía llamarme con suaves susurros llenos de sal que no lograba entender. Subí una pierna por encima de la fría barra y extendí las yemas de mis dedos hacia el abismo. Incliné mi cuerpo para acercarme un poco más hacia la oscuridad, para saciar mi sed y dejar que mis lágrimas murieran en el lugar donde habían nacido. Me sentía cada vez más cerca de mi destino, capaz de curarme si conseguía llegar hasta abajo. Mis dedos se estiraron todo lo que pudieron, mis piernas resbalaron furtivamente de la barandilla de hierro, pero cuando parecía a punto de conseguirlo, de separarme de mis magullados recuerdos, sentí una presión en el estómago mucho más fuerte que sus abrazos, y súbitamente me alejé de la oscuridad.

Caí al suelo, golpeándome fuertemente en el costado. Me sentí aturdida y confundida al no abrigar los fríos pellizcos que el lecho espumoso del mar reservaba para mis huesos. Yacía, por el contrario, sobre el asfalto gris que había recorrido kilómetro a kilómetro durante quien sabe cuánto tiempo. Un suave zarandeo espantó mis ensoñaciones, devolviéndome cruelmente a la realidad. Palabras suaves como el aliento del viento entraban y salían de mi mente, conviviendo escasos segundos con las de él, hasta que, finalmente, se apagaron.

Unas manos grandes y firmes me sujetaban por los hombros, mientras dos ojos negros se clavaban en los míos, en busca de alguna señal, de una respuesta que confirmase que había rescatado un cuerpo del abismo. Una sonrisa afable se dibujó en las comisuras de sus labios cuando me escuchó pronunciar mi nombre.
Horas, minutos o quizá segundos después, nos sentamos en un par de bancos de madera revestidos con una capa de cuero desgastada y roída. Una camarera bien entrada en años con escasos modales nos sirvió un par de tazas del café de mediodía. Jugueteando con la cucharita y el azucarero entre mis manos, me preguntaba qué hacía con un completo desconocido en un bar de carretera, en el medio de ninguna parte, riéndome por primera vez desde hacía meses. Aquél tipo había conseguido con dos cafés fríos y una canción de Boney M lo que ninguno de los psicólogos que me había pagado mi hermana: hacerme olvidar, aunque sólo fuese por un instante, por qué me dejó, y sin pedir nada a cambio, salvo un baile al lado de aquélla máquina de Juke Box, una auténtica joya de los años 50 que milagrosamente todavía funcionaba. Y si esa maraña de cables pelados aún era capaz de darle energía para cantar el estribillo de Daddy cool, ¿quién era yo para apagar el propio ritmo de mis pisadas?

Riendo de nada, hablando de nada, aquél tipo cuyo nombre ni me molesté en aprenderme me había hecho ver que las cosas más viejas, feas e inservibles aún son capaces de salir adelante y que las personas son como canciones; algunas nos hacen reír y otras llorar. Bailamos con ellas, cantamos con ellas, las repetimos una y otra vez hasta que nos aprendemos sus letras. Unas vienen a nosotros para acompañarnos siempre, otras simplemente se apagan y no vuelven a sonar. Pero siempre somos nosotros quienes pulsamos el botón del play o stop, rebobinamos o las obligamos a avanzar hasta el estribillo. Para mí, había llegado el momento de cambiar de disco.

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